Pan con mermelada

🍯 ¿Por qué comemos pan con mermelada y no pan con ajo (aunque algunos sí lo hacemos)?

El desayuno es ese ritual casi universal donde muchas culturas se ponen de acuerdo: algo calentito, algo simple, algo que le diga al cuerpo “hey, ya empezamos”. Y en ese menú emocional, aparece un clásico: pan con mermelada. Suave, dulce, familiar. Pero… ¿por qué no pan con ajo? ¿Quién decidió que el dulce es el sabor de despertar, y no el pungente poder de un diente de ajo bien frotado?

Curiosamente, no es tan absurdo pensar en un desayuno salado o con ajo. En muchas partes del mundo, lo salado es lo normal al despertar: en Japón, el desayuno puede incluir arroz, sopa de miso y pescado. En Medio Oriente, pan con aceite de oliva y za’atar. Y en Chile —sí, este rincón al sur del mundo— más de algún rebelde se ha untado un pedazo de marraqueta con ajo o pebre sin sentirse menos gourmet.

Pero vayamos más atrás. La mermelada tiene raíces nobles: desde la Edad Media, preservar frutas en azúcar era una forma ingeniosa de prolongar su vida útil. Y claro, el azúcar era un bien caro, casi exótico. Así que untar una tostada con mermelada era, en cierto sentido, un lujo. A medida que el azúcar se volvió más accesible, el gusto por lo dulce en la mañana se consolidó en Occidente, especialmente en Europa. El desayuno inglés, con su mermelada de naranja, selló la costumbre. De ahí al pan con mermelada no había más que un salto… o un mordisco.

¿Y el ajo? Bueno, su problema es más social que gastronómico. El ajo es poderoso. Sabe fuerte, huele fuerte, y no pide disculpas. Comer pan con ajo al despertar es, para muchos, el equivalente a poner death metal como alarma: intenso. Pero hay gente que lo hace, y no solo por costumbre: el ajo tiene propiedades antibacterianas, mejora la circulación y, según muchos, espanta las malas energías (y también a los compañeros de oficina).

Entonces, ¿por qué no es lo común? Porque al parecer, la dulzura es sinónimo de calma, de suavidad, de “todo va a estar bien”. El azúcar tranquiliza, al menos al principio. Y lo dulce ha sido tradicionalmente ligado al cariño, a la infancia, al hogar. Un pan con mermelada no solo alimenta: reconforta. Es desayuno y abrazo en uno.

Ahora bien, hay algo curioso: cuando cambiamos el contexto, el ajo gana terreno. En una cena, por ejemplo, el pan con ajo es estrella. Si te ofrecen pan con mermelada junto a una lasaña, probablemente levantarías una ceja. Así de maleable es nuestra percepción: el sabor importa, pero el momento lo define.

También hay algo de ritual. El desayuno muchas veces se automatiza: no queremos pensar demasiado. Agarramos lo que sabemos que funciona. Y lo dulce, con su capacidad de generar dopamina, se convierte en el piloto automático perfecto para empezar el día.

Pan con mermelada

Pero, como siempre, hay disidentes. Hay quienes cambian la mermelada por palta (aguacate), mantequilla con sal, queso, o sí, incluso ajo. Algunos por gusto, otros por convicción culinaria, otros simplemente porque no había otra cosa en casa. Y cada uno de ellos merece una medalla al desayuno alternativo.

En resumen: comemos pan con mermelada y no con ajo porque la tradición, la historia y el condicionamiento cultural así lo dictaron. Pero eso no significa que no podamos cuestionarlo. Tal vez mañana te despiertes y decidas frotar ajo en tu tostada. Tal vez encuentres en ello el comienzo de una revolución personal. O tal vez no. Pero lo importante es saber que lo que ponemos en nuestro pan también cuenta una historia.

Y si esa historia incluye ajo a las 7 de la mañana, que así sea.

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